Isabella llegó hasta esa prisión con la sensación de que el aire mismo la repugnaba.
El olor a humedad, a metal oxidado y a sangre seca se pegó a su piel como una capa invisible.
Cada paso que daba resonaba sobre el suelo frío y las paredes parecían apretar, conspirando para que la determinación se le quiebre.
Solo los peores lobos estaban ahí, los que la manada había expulsado a la sombra porque sus crímenes los colocaban fuera de cualquier redención; los condenados eran entregados a la muerte sin clemencia.
La tradición era dura: si la mente de un lobo estaba torcida, lo mejor era arrancar esa raíz antes de que se reproduzca el veneno.
Al acercarse al módulo, notó las miradas cortantes de los guardias.
No la miraban como a una noble: la miraban con respeto y algo de inquietud.
Cuando el jefe de la prisión la vio, su rostro se tensó y la sorpresa se mezcló con el temor.
—Luna Isabella, este no es lugar para usted —dijo con voz áspera, el protocolo en la garganta.
Isabella lo miró sin