Ese beso se volvió profundo, tan intenso que parecía no tener fin.
No fue un simple roce, sino una necesidad ardiente que los consumía a ambos.
Isabella sintió cómo el calor de Kaen la envolvía, como si el mundo entero desapareciera hasta quedar reducido al roce húmedo de sus bocas y a la fuerza de sus cuerpos, entrelazados en un impulso que ninguno de los dos podía detener.
Por un instante, no existieron las guerras, ni las manadas enemigas, ni el peso de las promesas incumplidas. Solo eran ellos, unidos en una llama que los arrastraba hacia lo inevitable.
Pero la ilusión se quebró de golpe.
Un grito desgarrador atravesó el silencio de la habitación, acompañado de un golpeteo insistente en la puerta. Isabella se tensó en los brazos de Kaen, y él mismo se apartó, respirando con dificultad.
Una voz clara, femenina, cargada de desesperación, se escuchó al otro lado.
—¡Alfa! ¡Me siento muy mal! ¡Ven y sálvame! No olvides que una vez te salvé la vida… ¡Siento que moriré!
La mención de aque