Isabella subió al auto con un movimiento elegante, pero en su interior se sentía cansada, agotada por la tensión de los últimos días.
Apenas había cerrado la puerta cuando notó un movimiento extraño por el rabillo del ojo.
Un lobo, imponente y silencioso, se acercó a paso firme hasta la ventanilla del conductor. No gruñía ni mostraba hostilidad, pero su sola presencia imponía respeto.
El lobo, que se notaba que era poco digno, llevaba algo en la mano, un pequeño sobre sellado que dejó caer en las manos del chofer con una precisión inquietante.
El chofer parpadeó sorprendido, miró el objeto y luego a Isabella, como si no supiera si debía entregárselo.
Era tan inusual la escena que por un instante ninguno de los dos reaccionó. Isabella, sin embargo, sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
Algo en ese gesto, en la forma en que aquel lobo había actuado como un mensajero, despertó en ella un instinto de alarma.
Su corazón comenzó a latir con más fuerza, y sin darse cuenta se llev