—Te compartí mis secretos, mis miedos más oscuros, mis sueños más ingenuos… pero tú, Kaen, nunca compartiste los tuyos —la voz de Isabella era un murmullo quebrado, casi un suspiro perdido en medio del viento que soplaba entre los muros de piedra de la fortaleza—. Te confié lo que jamás le di a nadie, incluso lo que me avergonzaba admitir de mí misma. Te usé, sí, como un peón en mi juego contra Dante… pero después, cuando vi que eras de fiar, cuando sentí que podía abrirte mi alma, te lo di todo. Mi confianza. Mi corazón… y mi amor.
Su garganta ardía, y a pesar de que su voz se quebraba, se obligó a sostenerle la mirada.
—¿Y tú? —continuó con un dejo de rabia y dolor entremezclados—. Para ti, yo no era más que un peldaño, una pieza en tu tablero contra Dante. ¿Alguna vez fui algo real para ti?
Kaen la miró, pero el silencio fue su única respuesta. Ese silencio lo dijo todo.
El pecho de Isabella se comprimió con un dolor insoportable.
Sonrió, no con alegría, sino con esa mueca amarga de