En un instante, todos los lobos aparecieron, una marea de cuerpos y aullidos que llenó el claro.
Las sombras se movían con precisión, una ola organizada de poder que respondía a una sola voz: la de Alfa Kaen.
Su figura se recortaba en el centro, enorme, imponente; su pelaje brillaba bajo la luz mortecina de la luna y sus ojos eran dos carbones encendidos.
Cuando Kaen la vio, todo lo demás dejó de existir. Sacudió el aire con un aullido profundo que atravesó los huesos, y corrió hacia Isabella con la furia y la ternura mezcladas de quien cree recuperar lo que la noche le robó.
—¡Isabella! —gruñó, la voz repleta de alivio, miedo y una devoción que dolía.
Ella lo miró como quien mira un fantasma que vuelve de entre los muertos: sus ojos eran un lago calmo en el que se hundían tormentas.
Había distancia en esa mirada, una distancia templada por noches de sospecha y por un pasado marcado por la sangre. Isabella no sonrió; su rostro guardaba una fortaleza que ya no pedía consuelo.
Cyro, el b