Capítulo: Confiar o morir

Isabella se levantó, sintió un miedo que la oprimió, escuchó los ruidos, olió el fuego, supo que el peligro estaba por consumirlos.

Cada rincón parecía estar lleno de ecos de advertencias, y su corazón latía con fuerza en su pecho.

Kaen, con la mirada intensa y decidido, tomó su mano con firmeza.

—Vamos, escaparemos. Nadie nos hará daño —susurró él, su voz cargada de una determinación que le daba esperanza.

Pero en el fondo, Isabella sentía un miedo profundo, un escalofrío que le recorría la espalda.

Sabía bien quiénes eran ellos, los hombres que habían venido a buscarla.

Eran enviados de su tío, un hombre sin escrúpulos, dispuesto a acabar con ella para asegurarse de que no reclamara lo que le pertenecía por derecho.

La traición corría en su sangre, y la idea de que no salir con vida, de que no cumpliera la justicia, la llenaba de rabia y frustración.

«Él no me va a dejar volver con vida, ha venido a matarme. Ahora el pobre Kaen sufrirá por mi culpa», pensó, sintiendo que una sombra de desolación la envolvía.

La culpa y el miedo se entrelazaban en su mente como serpientes venenosas, y cada paso que daban hacia la libertad parecía más pesado que el anterior.

Ambos salieron de la habitación, demasiado despacio, conscientes del peligro que acechaba en cada rincón.

Se movían como sombras, Kaen guiándola y tomando su mano, buscando una salida por una ventana, pero de pronto, aparecieron esos dos lobos salvajes, sus ojos brillando con una ferocidad inhumana.

Kaen, instintivamente, la puso detrás de él, protegiéndola con su cuerpo.

Isabella fingió mirar a todos lados, como si no los viera, no podía perder su papel de ciega, pero el miedo la recorría al ver a esos salvajes a punto de destrozarlos.

La tensión era palpable; el aire estaba cargado de una electricidad que presagiaba el inminente peligro.

Los hombres se abalanzaron contra Kaen, pero él no dudó ni un segundo.

En un instante, su cuerpo se transformó en un gran lobo oscuro, su pelaje negro como la noche, y se lanzó sobre ellos con una ferocidad que la dejó sin aliento.

Los otros lobos cayeron al suelo, malheridos y sin poder levantarse, pero la victoria fue efímera.

De las sombras, aparecieron otros tres, más grandes, más feroces.

Uno de ellos logró golpear a Kaen, haciéndolo caer.

En un movimiento rápido, entre dos lobos lo atraparon, y el cuarto se lanzó contra Isabella.

Pero justo antes de que pudiera tocarla, algo dentro de ella despertó.

 Una fuerza ancestral la invadió, y ella se transformó en loba.

Todos quedaron perplejos, observando cómo una loba blanca natural emergía de la joven.

Ella lanzó un rugido poderoso, un sonido que resonó en el aire, y sin dudarlo, se abalanzó sobre su rival, arrancándole la garganta con una ferocidad que la sorprendió incluso a ella misma.

 La sangre salpicó su pelaje blanco, y en ese momento, Isabella comprendió que había despertado una parte de ella que había estado dormida durante demasiado tiempo.

Kaen luchó con valentía, pero en un instante, uno de los hombres sacó una daga y, sin dudar, la encajó en su costado.

Él cayó al suelo, un aullido de dolor escapando de sus labios.

Isabella sintió que su corazón se rompía al verlo caer. Sin pensar, se lanzó contra los atacantes, atacándolos con furia, haciéndolos caer al suelo entre charcos de sangre.

—¡Kaen! —gritó, su voz llena de desesperación.

Kaen aulló, pero rápidamente se transformó en su forma humana, el dolor visible en su rostro.

Estaba desnudo, su hombro herido, y la vulnerabilidad de su estado la hizo sentir un profundo deseo de protegerlo.

Sin embargo, también sabía que debía actuar rápido.

Tomó una ropa que encontró en el suelo y se la puso, tratando de curar la herida que ya comenzaba a cicatrizar.

Cuando Isabella se transformó de nuevo, cayó al suelo, gimoteando de dolor.

Kaen la miró, con gran sorpresa, viendo la belleza de la loba blanca que había emergido de ella, pero ahora parecía la misma mujer débil y ciega que había conocido.

Él la ayudó a levantarse, su toque suave y reconfortante, y le ayudó a ponerse un vestido que había encontrado en la habitación.

Él tomó algo de ropa, intentando cubrirse, aunque sabían que la verdadera batalla aún no había terminado.

—Vamos, debemos irnos —dijo él, su voz firme, pero su mirada reflejaba preocupación.

Ella tomó su bastón, sintiendo la fragilidad de su cuerpo, pero también una chispa de determinación.

Salieron de la habitación, dejando atrás los cuerpos de los lobos caídos, tendidos en charcos de sangre.

La escena era un recordatorio brutal de lo que habían enfrentado y de lo que aún estaba por venir.

Kaen la ayudó a bajar por las escaleras, su corazón latiendo con fuerza.

Al llegar a la planta baja, el olor a humo y fuego llenó el aire, y Kaen se asustó al ver las llamas que devoraban la casa.

Era un espectáculo aterrador, el fuego danzando como un monstruo voraz, y sabía que debían actuar rápido.

—Isabella, debemos salir de aquí —dijo Kaen, su voz temblando ligeramente.

Volvieron a la planta de arriba, buscando una ventana. Finalmente, encontraron una, y Kaen la cargó en sus brazos, saltando hacia la terraza.

La sensación de caer fue abrumadora, pero él la dejó arriba con cuidado.

Luego, miró las llamas que casi alcanzaban ese lugar, su expresión grave.

Él saltó al suelo, fuera de la cabaña, miró hacia arriba.

Isabella aun de pie.

—Isabella, debes confiar en mí, salta —le dijo, con una intensidad que la hizo dudar.

Ella titubeó, sintiendo el calor que la amenazaba, casi quemándola.

Miró al hombre que había estado a su lado en la batalla, pero fingió no ver nada, ahora debía saltar hacia el hombre que había arriesgado su vida por ella.

Nunca había confiado en nadie en su vida, pero ahora, era vivir o morir.

Cerró los ojos, recordando todas las traiciones que había sufrido, todas las promesas rotas.

«Todos me han traicionado, y debo confiar en él», pensó, sintiendo una mezcla de miedo y esperanza.

Con un profundo suspiro, saltó al vacío, esperando que él la atrapara.

Luna Ro

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