Isabella abrió los ojos lentamente al sentir unas manos firmes que intentaban moverla.
Su cuerpo reaccionó con un estremecimiento, como si despertara de un sueño incómodo.
—¿Dónde estamos? —preguntó en un susurro, con una voz que fingía fragilidad, reforzando el papel que había jurado sostener: el de la esposa ciega.
Kaen, con su porte rígido, observó el lugar antes de contestar.
—Llegamos a la cabaña donde nos enviaron.
Ella asintió en silencio.
—¿Es un buen lugar? —preguntó con una ingenuidad que no era más que un disfraz.
Él quiso reírse, quiso burlarse de lo que sus ojos estaban viendo: paredes torcidas, madera carcomida, ventanas llenas de polvo y telarañas.
Una cabaña que parecía abandonada desde hacía años, a punto de derrumbarse con el primer viento fuerte. Pero en lugar de expresar su verdadero pensamiento, se limitó a responder con un seco:
—Sí.
Isabella inclinó un poco la cabeza. No le sorprendía. Sabía bien que ese lugar había sido elegido con malicia.
Era lógico que los que la odiaban quisieran que su primera noche juntos fuera en un sitio tan indigno.
Al intentar caminar hacia la entrada, el peso de su mentira se hizo más evidente.
Fingir ceguera en un entorno desconocido era un desafío cruel.
Sus pasos eran lentos, medidos, y cuando levantó el pie para subir el primer escalón, al mirar instintivamente hacia el frente, perdió el equilibrio y casi se precipitó hacia el suelo.
Unas manos fuertes la sostuvieron en el último segundo. Kaen.
—Gracias… —murmuró, recuperando la compostura.
Al entrar, un frío áspero los envolvió como si la cabaña entera estuviera maldita.
Kaen se apresuró a encender la chimenea. El chisporroteo del fuego apenas logró calentar un rincón de aquella tumba de madera.
—Tengo frío —dijo Isabella con voz temblorosa.
Kaen la tomó suavemente del brazo y la guio hasta sentarla frente al fuego.
El contacto, aunque breve, le recorrió la piel como una descarga.
Isabella cerró los ojos para ocultar el estremecimiento que ese toque le había provocado.
Él, en silencio, notó una hoja doblada sobre la mesa.
La abrió con rapidez y leyó las letras trazadas con una crueldad burlona:
"Disfruta de tu amada ciega, querido sirviente mudo. Diviértete con la escoria de la manada Luna Nueva. Claire."
Kaen apretó la nota hasta arrugarla, la rabia, mordiéndole las entrañas.
Miró alrededor y entendió: todo había sido planeado para incomodarla, para humillarla.
«Tanto la odian», pensó con amargura.
Se sentó frente a Isabella, abrió una botella de vino que había encontrado y bebió un largo trago, como si quisiera ahogar en alcohol el nudo que le oprimía el pecho.
—Puedo preguntarte algo… —dijo Isabella de repente, con voz baja pero cargada de tensión—. ¿Cómo llegaste a Luna Nueva?
Él ladeó el rostro, su mirada perdida, ella actuando con perfección el papel de una ciega que se aferra a la voz para ubicarse.
—Hace mucho… —titubeó él, mirando el fuego.
Ella percibió su incomodidad. Aunque aparentara no ver, lo notaba en la manera en que su respiración cambiaba, en el leve temblor de sus dedos.
—¿Qué ocultas, Kaen? —preguntó con suavidad, pero con un filo oculto en las palabras.
Él alzó la mirada, clavándola en ella.
—No confías en mí, ¿verdad? —exclamó, acercándose un poco, con la voz endurecida.
Isabella arqueó apenas una ceja, dejando que un silencio incómodo se extendiera antes de responder:
—¿Y por qué confiaría en ti? Dime, ¿tú confías en mí?
Kaen guardó silencio. Por primera vez, parecía atrapado.
Isabella se levantó con lentitud, tanteando el aire con las manos como si de verdad no viera.
—Quiero dormir —anunció.
Kaen se incorporó enseguida, la tomó de la mano y la guio por el pasillo.
El roce de su piel contra la de ella fue breve, pero bastó para que ambos sintieran un escalofrío que ninguno quiso reconocer.
Llegaron a la habitación. Una sola cama grande dominaba el espacio, fría y solitaria como todo lo demás.
—Una sola cama… —murmuró él. Isabella percibió la incomodidad en el aire, pero guardó silencio.
—Duerme en la cama. Yo lo haré en el suelo. Estoy acostumbrado —añadió, con brusquedad.
Ella, con un tono inesperado, respondió:
—Duerme conmigo.
Él la miró sorprendido.
Isabella, sin esperar réplica, caminó hasta la cama, palpó la superficie con la mano y se sentó.
Se quitó los zapatos con calma y se recostó sin desvestirse.
Kaen la observó unos segundos, debatido entre sus instintos y el deber.
Finalmente, se recostó en el lado opuesto.
Sus cuerpos quedaron enfrentados, apenas separados por un palmo de aire denso y cargado.
Él la miraba, convencido de que ella no lo sabía.
Pero Isabella sentía sus ojos sobre ella, como brasas, quemándole la piel. Fingió dormir, regulando su respiración.
Kaen, por su parte, no podía apartar la vista de sus facciones delicadas. Su gesto sereno lo desarmaba.
Era hermosa, como debía ser una Luna, aunque perteneciera a la manada cruel que había destruido a la suya.
«De esta manada salió la orden que mató a los míos… y, sin embargo, su olor me enloquece», pensó con rabia contenida.
Cerró los ojos, luchando contra el instinto de su lobo.
De pronto, un aullido desgarrador resonó en su interior. No era un simple llamado, era un grito de alarma.
«¡La cabaña se quema!», rugió su lobo.
Kaen se levantó de un salto, abrió la puerta y miró hacia abajo.
La cocina ardía en llamas, el fuego devoraba la madera con rapidez.
—¡Isabella, despierta! ¡Debemos escapar o vamos a morir! —gritó, corriendo hacia ella.
Ella abrió los ojos, llevándose una mano al pecho.
—¡¿Qué sucede?!
Un estruendo los interrumpió.
Afuera, ruidos de pasos y voces confirmaron la verdad.
—¡Es una trampa! —dijo Kaen, con la furia de un alfa atrapado—. Nos enviaron aquí para matarnos.
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