Isabella abrió los ojos lentamente al sentir unas manos firmes que intentaban moverla.
Su cuerpo reaccionó con un estremecimiento, como si despertara de un sueño incómodo.
—¿Dónde estamos? —preguntó en un susurro, con una voz que fingía fragilidad, reforzando el papel que había jurado sostener: el de la esposa ciega.
Kaen, con su porte rígido, observó el lugar antes de contestar.
—Llegamos a la cabaña donde nos enviaron.
Ella asintió en silencio.
—¿Es un buen lugar? —preguntó con una ingenuidad que no era más que un disfraz.
Él quiso reírse, quiso burlarse de lo que sus ojos estaban viendo: paredes torcidas, madera carcomida, ventanas llenas de polvo y telarañas.
Una cabaña que parecía abandonada desde hacía años, a punto de derrumbarse con el primer viento fuerte. Pero en lugar de expresar su verdadero pensamiento, se limitó a responder con un seco:
—Sí.
Isabella inclinó un poco la cabeza. No le sorprendía. Sabía bien que ese lugar había sido elegido con malicia.
Era lógico que los qu