Al día siguiente, la tensión en la manada era tan densa que parecía que el aire mismo pesaba sobre los pulmones.
Dante, con la arrogancia que lo caracterizaba, reunió a todo el consejo de ancianos en secreto, creyendo que sus maniobras seguirían siendo invisibles.
Sus movimientos eran rápidos, susurros en la oscuridad, planes entre pasillos silenciosos… pero ya no existían secretos para el Alfa legítimo ni para su Luna.
Isabella, con el corazón encendido de valentía, había entregado todo a Kaen.
Cada documento, cada evidencia, cada prueba del veneno que Dante había derramado sobre la manada y más allá.
Cuando Kaen recibió los papeles, sus ojos brillaron con un fuego implacable.
La sonrisa que se dibujó en sus labios no era de simple satisfacción, era la sonrisa de un guerrero que por fin tenía el arma para destruir a su enemigo más peligroso.
—Con esto —dijo, con voz grave, poderosa— lo enviaré al consejo de manadas mundial. Lo enviaré a prisión… para siempre.
Las palabras cayeron como