Isabella se plantó frente a Kaen con el pecho encendido por la determinación; sus manos temblaban, pero sus ojos no.
Él la sujetó con fuerza, como si una sola decisión pudiera romper el mundo que había construido alrededor de él.
—Si quieres ver a nuestros hijos y a tu madre —dijo Kaen con voz baja y cortante—, podrás quedarte… pero no salir de aquí.
El corazón de Isabella se desgarró en un suspiro. Entró en la casa como quien cruza un umbral marcado por el peligro; la desesperación le apretaba la garganta.
Al hacerlo, Claire la miró con una rabia helada, los labios apretados en una línea de reproche.
«Ella debe irse», pensó Claire con furia;
«no puedo permitir esto».
Cada mirada era una daga que se clavaba en el silencio de la habitación.
Isabella avanzó hacia la alcoba, donde la luz se filtraba en jirones por la ventana.
Abrazó a su madre con fuerza, sintiendo la fragilidad que la vida había dejado en su cuerpo, luego se inclinó para recoger a sus cachorros, esos seres tibios que e