El viento de la madrugada silbaba entre las ramas de los árboles como un canto antiguo. Había una niebla espesa que parecía haber sido invocada por los recuerdos mismos. Eira caminaba en silencio junto a Aidan, sus pasos amortiguados por el musgo húmedo. Él no había dicho mucho desde que partieron esa noche hacia los bordes del bosque, y algo en su expresión era diferente… como si estuviera a punto de arrancar una parte de su alma y ofrecérsela a la luna.
—Aidan —murmuró ella, su voz apenas más alta que el murmullo de las hojas—. ¿A dónde vamos?
—A un lugar que no le muestro a nadie —respondió él sin mirarla—. Pero creo que es hora de que lo veas tú.
Caminaron durante un largo tramo hasta que llegaron a un claro. En el centro, una piedra grande, marcada por símbolos antiguos, descansaba sobre una pequeña elevación cubierta de maleza. Eira sintió algo en el pecho. Una energía triste, pero poderosa. Aidan se detuvo frente a la piedra y dejó que el silencio se instalara.
—Aquí los perdí