El bosque estaba en silencio. Un silencio espeso, contenido, como si la misma tierra contuviera el aliento.
Eira caminaba con pasos firmes por la linde del claro donde entrenaban los más jóvenes de la comunidad. A lo lejos, los ecos de risas y zancadas se mezclaban con los susurros del viento. Era una escena que, meses atrás, habría parecido imposible. Ahora era parte de su realidad. Parte de su sanación.
Pero esa mañana, algo era diferente. Su pecho cargaba con un peso invisible. Uno que no provenía de la manada, ni del entorno. Sino de sus propios recuerdos.
—¿Estás bien? —La voz profunda de Aidan la sacó de su ensimismamiento.
Ella se volvió. Él estaba ahí, con el cabello alborotado por el viento y una chaqueta gris que apenas ocultaba las cicatrices de batallas pasadas. Sus ojos, sin embargo, eran lo que más la detenía: oscuros, intensos… observándola como si pudiera ver cada grieta bajo su piel.
Eira asintió, pero no sonrió. No podía.
—Tu silencio grita más que tus palabras —murm