Elian dormía.
Y al dormir… viajaba.
No como un niño. No como un soñador. Sino como un testigo. Sus sueños no eran fragmentos, sino ecos vivos.
Lucien lo sostenía en brazos, moviéndose lentamente por el templo subterráneo que habían sellado en las profundidades de las Montañas Negras. Aeryn colocaba nuevos símbolos protectores en la roca, cada uno con sangre y luna.
—Algo viene —dijo ella sin voltear—. No por aquí. Por dentro.
Lucien lo supo de inmediato.
—Elian está soñando con algo que no le pertenece.
Esa noche, Elian tembló.
El mundo alrededor comenzó a desfigurarse, aunque nadie se había dormido.
Las paredes susurraban. El aire cambió.
Y una grieta de sombra se abrió justo en el sueño de Elian.
Del otro lado: Thalyen.
Vestido de negro, ojos opacos, rodeado de símbolos flotantes en el aire, invocando el poder más peligroso que quedaba: el de los vínculos rotos.
—Dormido… eres mío —susurró—. No te robaré. Te convenceré.
Elian se vio a sí mismo parado en medio de una llanura ensangre