Elian ya no era el mismo.
Y aun así, seguía siendo suyo.
Aeryn lo sostenía entre sus brazos mientras cantaba suavemente una melodía que su madre le entonaba cuando era niña. Una canción sin idioma, tejida con notas de luna y susurros de viento.
El niño no lloraba.
Pero escuchaba.
Y aunque ya no recordaba por completo sus sueños, cada vez que Aeryn entonaba esa canción, sus deditos temblaban. Como si algo dentro de él —algo antiguo— despertara y murmurara:
“Todavía estoy aquí.”
Lucien los observaba desde la entrada del refugio subterráneo, una mano en el pecho, donde sentía que algo en su interior latía diferente. Algo se movía... como si un recuerdo, sellado desde antes de su nacimiento, quisiera liberarse.
Durante los siguientes días, Elian comenzó a hacer cosas que ningún recién nacido debería ser capaz de hacer.
—No camina. No habla del todo —dijo Aeryn en voz baja, mientras lo observaba frente a un símbolo tallado—. Pero lo reconstruye.
El niño pasaba horas dibujando en el suelo c