El amanecer se filtraba por las cortinas de la habitación principal cuando Valeria abrió los ojos. A su lado, Aleksandr dormía con el rostro sereno, una imagen que contrastaba con la tormenta que ella sentía crecer en su interior. Observó la cicatriz en su mejilla, aquel trazo que había aprendido a amar como parte de él, pero que también le recordaba constantemente el mundo al que pertenecía.
Se levantó con cuidado para no despertarlo y caminó hasta el ventanal. La ciudad se extendía bajo ella, ajena a sus conflictos. Llevaba semanas viviendo en aquella lujosa fortaleza, protegida por guardaespaldas y cámaras, pero cada día sentía que las paredes se estrechaban un poco más a su alrededor.
—¿Otra vez despierta tan temprano? —La voz de Aleksandr, ronca por el sueño, la sobresaltó.
—No podía dormir —respondió sin voltearse.
Sintió sus pasos acercándose y luego sus manos rodeando su vientre, donde su hijo crecía día a día. El calor de su cuerpo contra su espalda le provocó un escalofrío de