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La habitación del hospital había adquirido una cualidad de mausoleo. Las cortinas estaban corridas, bloqueando cualquier atisbo del mundo exterior, y solo la pantalla del portátil que Irina había colocado sobre la mesita auxiliar emitía una luz azulada que parecía la última vela en una iglesia vacía. Valeria estaba sentada al borde de la cama, su cuerpo aún frágil por las cirugías, sus manos temblando de una manera que tenía poco que ver con la debilidad física y todo que ver con lo que estaba a punto de suceder.

Irina permanecía de pie junto a la puerta, como una centinela, su cicatriz pareciendo más profunda bajo aquella luz artificial.

—Elena grabó esto hace tres meses —explicó Irina, su voz apenas un susurro—. Me lo confió por si algo salía mal. Me pidió que

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