Las piedras temblaron bajo sus pies cuando el umbral se abrió. No fue un movimiento violento, sino algo solemne, acompasado, como si la montaña misma respirara tras siglos de espera. El eco de la voz de Veyrion, el primer dragón del pacto, aún danzaba entre los muros como una melodía de fuego contenido.
Rhea avanzó sin mirar atrás. Su cuerpo no era suyo por completo, era fuego que caminaba, fuego que temblaba. Kael iba tras ella, los ojos dorados fijos en la forma en que su marca ardía como una antorcha viva, proyectando espirales de luz sobre la piedra negra veteada en oro. El camino descendía en forma de espiral, hacia las entrañas mismas de la montaña. No hacía frío, el aire era tibio, denso, cargado de una energía que rozaba la piel como un susurro.
A cada paso, Rhea sentía los recuerdos de otros Domadores, voces, fragmentos, juramentos rotos. Pero también uno nuevo: el suyo. Un fuego distinto, que no pedía dominio, sino com