La mañana siguiente trajo consigo un aire distinto, casi festivo. Everly se despertó con el sonido de movimientos en la cocina, algo raro viniendo de ese lugar. Al bajar, encontró a Deneb con los cachetes inflados de emoción.
—¡Mami, mami! ¡Pancakes! —gritó con los ojos encendidos.
La mesa estaba servida. Había frutas picadas, jugo fresco, mantequilla derretida y una pila de pancakes esponjosos en el centro. Eiríkr estaba allí, con el mandil mal colocado, sosteniendo una espátula como si fuera un trofeo de guerra.
—No sé si están comestibles… pero están hechos con mucho amor —dijo él, medio en broma.
Everly se detuvo en seco, el corazón apretado. Nadie había cocinado para ella en años. Mucho menos pancakes. Recordó las veces en que Otto prohibía que comieran cosas “grasosas” o “innecesarias”. Las noches en las que solo cenaban pan duro o arroz frío. Y ahora, en una casa con olor a hogar, un hombre que prometía amarlas preparaba pancakes con forma de corazón para su hija.
Ella se