La mañana en Denver era algo calurosa. Eirikr había abierto de par en par las cortinas de su penthouse. Quería que la imagen digna de una postal fuera lo primero que ella viera al llegar a la sala de estar.
—Prometo que haré todo lo que esté en mis manos para que la tengas de vuelta contigo —asegura Eirikr con la luz del día a sus espaldas.
—Gracias…
—Ven, tengo algo para ti —señala él la ropa doblada sobre los sofás.
Él le muestra el pequeño guardarropa que le ha conseguido. Ella no pregunta cómo lo hizo: su hija y todo el lío con Otto ocupan su mente.
—Gracias, no tenías que hacer esto… pero gracias —dice ella con una sonrisa que apenas le llega a los ojos. No recuerda la última vez que alguien le regaló algo.
—La ropa es nueva, solo que la lavé y sequé para ti —aclara él al darse cuenta del desconcierto de la chica—. Y no agradezcas, es lo mínimo que puedo hacer por ayudar a una amiga.
Amiga. La palabra suena extraña en su boca, y al decirla en voz alta, todo se vuelve más raro aún.