La invitación de Alba al evento de caridad, una cena de gala a beneficio de la Fundación de Arte de San Diego, no era solo un requisito para mantener la narrativa de "Emma" y Marcello; era mi primera gran prueba de fuego. No solo por la prensa, sino por el desafío de mantener una distancia gélida con dos hombres que, por razones muy diferentes, me hacían perder el control.
La tarde de la gala me la pasé encerrada, preparándome. Había rechazado la ayuda de la estilista de Marcello, prefiriendo armar mi propia armadura. Alba había insistido en un color que impactara, así que elegí un vestido de seda sin tirantes, de un profundo color zafiro, que se ajustaba a mi cuerpo con una elegancia reservada. Me recogí el cabello en un chignon pulido y opté por joyas sencillas, pero impresionantes: unos pendientes largos de diamantes prestados que añadían la dosis justa de brillo.
Cuando terminé de vestirme, me miré al espejo. No veía a Arabella, la chica confundida. Veía a Emma, la "diosa" fría y