Las semanas que siguieron a la cena de gala se instalaron en una rutina de rigidez profesional. Marcello y yo manteníamos una distancia quirúrgica; la casa era un mausoleo de silencio entre nosotros, solo roto por las voces alegres de Noah y Aubrey. Había logrado mi objetivo: el sexo con ambos primos había cesado, y la turbulencia emocional se había calmado, reemplazada por una calma precaria y la solidez de mi papel como "Emma".
Sin embargo, en el fondo, yo sabía que esta calma era solo la superficie. La mentira de mi identidad era la gran grieta en los cimientos de nuestra vida, y el recuerdo de la madre biológica, la verdadera Emma, era un fantasma que planeaba sobre nosotros.
Un miércoles por la tarde, después de recoger a los mellizos, decidí llevarlos al parque más grande de la zona. Necesitaban correr y desahogarse antes de la cena. Me senté en un banco, observándolos reír mientras jugaban a la "mancha" cerca de un viejo roble.
Estaba absorta en un libro cuando sentí que alguie