207. EL RESCATE

Fabrizio se irguió, imponente y terrible en su furia contenida. Su mirada recorrió a los supervivientes, y su voz, cuando habló, fue baja y peligrosa:

—Ustedes dos —dijo, señalando a dos jóvenes que temblaban arrodillados a sus pies—. Lleven un mensaje a quien los envió: ¡los Garibaldi no somos presa de nadie, somos depredadores! Y la próxima vez que los vea, no seré tan misericordioso. —Luego, dirigiéndose a sus hombres, ordenó—: A los demás, llévenlos a la fundición. Díganle a Favio que avive el fuego.

Mientras los últimos atacantes caían, derrotados y aterrorizados, Fabrizio se volvió hacia mí. Por un instante, vislumbré en sus ojos al joven de dieciocho años que había jurado protegernos a toda costa. Luego, esa mirada se endureció nuevamente, recordándome que el mundo en el que vivíamos no perdonaba la debilidad.

—¿Te volviste loco, Alonso? —me increpó—. ¿Cómo se te ocurre pasearte a estas horas de la noche por Roma con sólo una docena de hombres? Levántate —dijo, tendiéndome
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