La luz del amanecer se filtraba por las cortinas de mi habitación, dibujando patrones dorados sobre la piel desnuda de Nathaniel. Lo observé dormir, su rostro relajado, despojado de esa máscara de frialdad que solía llevar en la oficina. Pasé mis dedos suavemente por su mandíbula, maravillándome de cómo habíamos llegado hasta aquí.
Anoche, después de que el mundo se detuviera entre sus brazos, ninguno de los dos mencionó lo que estaba sucediendo entre nosotros. No hubo promesas, no hubo etiquetas. Solo existía este momento, suspendido en el tiempo como una gota de rocío antes de caer.
Nathaniel abrió los ojos lentamente, atrapando mi mirada. Una sonrisa perezosa se dibujó en sus labios.
—Buenos días —murmuró, su voz ronca por el sueño.
—Buenos días —respondí, sintiendo un cosquilleo en el estómago.
Se incorporó sobre un codo, estudiándome con esa intensidad que me desarmaba por completo.
—¿En qué piensas, Sophie?
Dudé un momento. ¿Cómo explicarle que estaba aterrorizada y extasiada a