Mundo ficciónIniciar sesiónAl terminar la pequeña celebración, Margaret se dirigió a su oficina; necesitaba estar a solas unos minutos. Pero no tuvo tiempo de acomodarse cuando una voz interrumpió su calma.
—Ya que todos le dieron su regalo, aquí está el mío —dijo él, sacando de su mochila un estuche de terciopelo. Solo con verlo era evidente que guardaba algo valioso—. Vamos, tómelo. No es una broma.
Ella lo recibió con cautela y, al abrirlo, quedó sorprendida: un delicado collar de oro, con un dije incrustado de diamantes, brilló bajo la tenue luz del escritorio.
—¿Estás bromeando? ¡No puedo aceptar algo así! —protestó, devolviéndoselo de inmediato.
—Claro que puede. Nadie tiene que saber que fue mío. Quédese con él, o estaré muy triste. Y recuerde que usted misma me dijo que sería mi amiga.
—¡Dios! Cómo detesto cuando me ponen en este tipo de situaciones… —bufó ella, tratando de mantener la compostura—. Sí, dije que sería más amable contigo, pero no me refería a esto.
—Si lo que le preocupa es el precio, créame… el dinero no es problema para mí.
—Eso ya lo noté —replicó con firmeza—. Pero entiéndeme: no estoy acostumbrada a recibir este tipo de regalos.
Él sonrió con una seguridad que a Margaret le resultaba perturbadora.
—Nada de excusas, es suyo y punto —se acercó a ella y le susurró—: «Verla con ese esmoquin que le hace predominar sus curvas de diosa, y ese ligero escote que deja entrever el paraíso que se esconde, me está enloqueciendo. Lástima que no puedo tenerla atada en mi cama».
Antes de que pudiera reaccionar, rozó con suavidad la comisura de sus labios y dejó deslizar su lengua por su cuello.
—¡¿Cómo te atreves?! —lo apartó con brusquedad, furiosa.
—No tema. Antes de que todos se marcharan, puse seguro a la puerta. Están convencidos de que me quedé ayudándola a limpiar.
—¡Vete! Y no te atrevas a sobrepasarte o… —la respiración se le entrecortaba.
—Tranquila, por hoy me detendré —le guiñó un ojo con descaro—. Ah, y antes de irme, aquí tiene mi otro regalo. —Sacó un sobre rosa y lo dejó sobre el escritorio—. Cuando tenga un momento, lea lo que escribí para usted. Supongo que compartirnos nuestros libros favoritos dio más frutos de los que esperaba.
Se marchó con paso confiado, mientras Margaret permaneció temblando, incapaz de entender lo que acababa de suceder.
—Vamos, Margaret, cálmate. No puedes dejarte desestabilizar por unos simples toques —se dijo a sí misma, intentando recuperar el control.
Corrió al baño, donde hizo varias respiraciones profundas. Su carrera era lo más valioso que tenía, y no podía permitir que aquel joven derribara todo lo que había construido.
—Todo estará bien. Solo quiere provocarte, como lo ha hecho durante estos años —repitió en voz baja.
Durante el día se forzó a mantenerse firme. Cada vez que sentía sus ojos clavados en ella, fingía no notarlo, mostrando una seguridad que apenas sostenía. Pero al caer la noche, de regreso en su casa, aquella máscara se desmoronó. En la soledad de su habitación, la curiosidad fue más fuerte que la prudencia. Con manos temblorosas, abrió el sobre y desplegó el papel.
«¡Quiero que seas mía!: Ardo todas las noches de solo imaginar que te hago vibrar de placer, me hundo en mis bajos instintos al saborear tu feminidad cada noche; tu cuerpo se aparece danzando frente a mis sueños, llevándome al éxtasis, soñando con el momento en que nuestros cuerpos se fundan, haciendo que las llamas del fuego sean difíciles de extinguir. Pretendo ser tu único dueño, pues no soportaría que alguien diferente a mí llegase a tocarte. Delirio con tenerte hincada ante mí, clamando por mi virilidad, exigiendo por ella, tan desesperada que tú misma la lleves hasta tu interior. Y así, como deseo devorarte, también muero por cuidarte, por ver tu sonrisa en todas mis mañanas. Permíteme acariciar tus cicatrices y hacer del infierno nuestro lugar predilecto. Por eso y mucho más, quiero que seas mía».
—¡¿Dios, qué carajos?! —exclamó con el corazón desbocado.
Un calor sofocante la recorrió al terminar de leer. Sintió la humedad traicionera entre sus muslos y se llevó las manos al rostro, horrorizada.
—¡Fue tu paciente! —se recriminó, avergonzada.
Se metió a la ducha, creyendo que el agua helada aplacaría aquel fuego, pero en cuanto cerró los ojos, lo imaginó tocándola, besándola, arrastrándola a un deseo que jamás se había permitido. Sus gemidos, apenas contenidos, le parecieron una confesión de lo prohibido. Salió apresurada, pero su cuerpo exigía más. Se dejó caer sobre la cama, abrió las piernas y se buscó con desesperación.
—¡Ah… lo necesito aquí! —jadeaba, incapaz de detenerse.
Pero sus manos no fueron suficientes. Con prisa, abrió el cajón de su mesa de noche, sacó aquel juguete que rara vez usaba y lo hundió en sí misma con una ferocidad que la desbordaba. Cada movimiento la empujaba más hacia el límite, hasta que un gemido desgarrado escapó de su garganta.
—¡Estoy loca! —se cubrió el rostro, mientras su cuerpo aún temblaba—. Has roto cada promesa, Margaret.
No durmió en toda la noche. La culpa la devoraba. Y lo peor era que, en el fondo, sabía que él había logrado lo que se proponía: penetrar no solo en su mente, sino también en su deseo.
A la mañana siguiente, Margaret despertó con los ojos hinchados y la mente nublada. El poema de Ethan seguía grabado en su alma, cada palabra un recordatorio de su debilidad. Se miró en el espejo, buscando en su reflejo la fuerza que siempre la había definido.
—No puedes dejar que esto te controle, se dijo, aunque la inquietud en su pecho decía lo contrario.
Decidida a recuperar el control, se vistió con su atuendo más sobrio: un traje gris que ocultaba las curvas que Ethan había alabado con tanto descaro. Llegó al centro con la cabeza en alto, dispuesta a enfrentar el día como si nada hubiera pasado. Pero al cruzar el pasillo, lo vio. Ethan, apoyado contra una pared, charlando con una chica. Su sonrisa era un arma, y cuando sus ojos se encontraron con los de Margaret, la curva de sus labios se volvió más peligrosa.
—Hola, ¿Cómo estás? ¿podemos hablar un momento? —Su voz era casual, pero sus ojos prometían algo más.
—No tenemos nada de qué hablar —respondió con frialdad, ajustando los papeles en sus manos como si fueran un escudo.
—Oh, creo que sí. —Ethan dio un paso hacia ella—. ¿Leíste mi poema? ¿Qué te pareció?
Ella apretó los dientes, sintiendo cómo el calor subía por su cuello.
—Fue… inapropiado. Y lo sabes.
—¿Inapropiado? —Él inclinó la cabeza, fingiendo inocencia—. Solo expresé lo que siento. Lo que ambos sabemos que está ahí.
—No hay nada entre nosotros, Ethan. —Las palabras salieron con más fuerza de la que sentía—. Fuiste mi paciente, colaboras conmigo aquí. No cruces la línea.
—¿Y qué pasa si lo hago? —susurró él, empujándola suavemente hacia la oficina.
—Yo… —Margaret abrió la boca para protestar, pero las palabras se le atoraron en la garganta.
Ethan sonrió con una seguridad peligrosa.
—Tu silencio me dice más que tus palabras.
Su mirada la desarmó, y antes de que pudiera reaccionar, la besó con fuerza, atrapándola contra la puerta, sin darle oportunidad de escapar.
El beso de Ethan era un incendio, arrasando cualquier barrera que Margaret hubiera intentado levantar. Sus manos encontraron sus caderas, sujetándola con una mezcla de firmeza y reverencia, como si temiera que ella se desvaneciera si la soltaba. Margaret, atrapada entre la pared y el calor de su cuerpo, sintió su resistencia desmoronarse. Sus dedos se aferraron a la camisa de Ethan, no para empujarlo, sino para anclarse a él, como si el mundo entero pudiera desvanecerse si lo soltaba.
—Dime que pare —murmuró él contra sus labios, su voz ronca, casi suplicante, mientras sus manos subían lentamente por su cintura, encendiendo cada centímetro de su piel—. Dime que no quieres esto.
Pero ella no pudo. Sus ojos, nublados por el deseo, se encontraron con los de él, y la verdad que no podía pronunciar ardía en su mirada. En lugar de responder, tiró de él, profundizando el beso con una intensidad que igualaba la suya. Sus lenguas se entrelazaron, un duelo de hambre y desafío, mientras el aire de la oficina se volvía espeso, cargado de una electricidad que amenazaba con consumirlos.
Ethan deslizó una mano por su espalda, atrayéndola aún más cerca, hasta que no quedó espacio entre sus cuerpos. El traje gris, esa armadura cuidadosamente elegida, se sentía ahora como una prisión, sofocante contra su piel ardiente. Él rompió el beso solo para trazar un sendero de besos por su mandíbula, descendiendo hasta el hueco de su cuello, donde su pulso latía desbocado. Cada roce de sus labios era una chispa, cada suspiro de Margaret una rendición.
—Eres un problema —jadeó ella, sus manos enredándose en su cabello, tirando ligeramente mientras él mordisqueaba la piel sensible bajo su oreja.
—Y tú eres adictiva —respondió él, sus manos se deslizaron bajo la chaqueta de su traje, explorando la curva de su cintura, pero se detuvieron allí, respetando un límite invisible que ambos sentían.
De pronto, el brillo en los ojos de Margaret se apagó.
—Por favor, vete —susurró, su voz temblorosa pero firme—. Esto no debería haber pasado.
Ethan sintió un nudo en el pecho, un dolor sordo que lo atravesó.
—Perdóname, no quiero complicarte la vida. Me gustas, Margaret. ¿Por qué te cuesta tanto aceptarlo?
—¡Vete! —exigió ella, su tono cortante como un filo—. Tengo demasiado que hacer hoy. Déjame sola.
Ethan retrocedió un paso. El silencio entre ellos era ensordecedor, cargado de palabras no dichas y emociones contenidas. Sin embargo, algo en la forma en que sus dedos temblaban, aún aferrados al borde de su chaqueta, le decía a Ethan que no todo estaba perdido.
—Está bien —dijo él finalmente, su voz baja pero cargada de determinación—. Me voy. Pero esto no termina aquí, Margaret. No voy a rendirme contigo.
Salió de la habitación, el eco de sus pasos resonando en el pasillo vacío. Margaret se quedó inmóvil, el corazón latiéndole con fuerza, atrapada entre el alivio y una punzada de arrepentimiento. Se llevó una mano al cuello, donde aún sentía el calor de los labios de Ethan, y cerró los ojos. Había decisiones que tomar, verdades que enfrentar, pero en ese momento, solo podía pensar en el fuego que él había encendido en su interior... y en el peligro que representaba dejarlo arder.







