El vestido rojo, ajustado al cuerpo de Emma, era una réplica perfecta del que Francesca había llevado durante la cena de compromiso. La peluca, la joyería, incluso el perfume: cada detalle había sido orquestado con precisión quirúrgica. Emma, de pie frente al espejo, parpadeaba con los labios entreabiertos, intentando parecer más cruel, más letal, más como ella.
—¿Lista? —preguntó Ellis desde la distancia, sin acercarse.
Emma giró apenas el rostro. Asintió. No era convicción, era determinación. Al otro extremo de la sala, Ian se mantenía en silencio. No dejaba de observarla, como si aún pudiera echarse atrás, como si pudiera convencer a su hermana de enviar a cualquiera antes que a Emma como cebo en una guerra donde las traiciones se pagaban con sangre.
Alessandro fue el único que rompió el silencio.
—Si Micah va a acudir, esta es la única forma de saberlo. Nadie más podría empujarlo a salir de su escondite —dijo, encendiendo un cigarro que nunca pensaba fumar.
—Ni siquiera tú, ¿