El motor del todoterreno rugía entre los árboles quemados por el sol. Emma mantenía la mirada fija al frente, las manos entrelazadas sobre su regazo, todavía encarnando a Francesca. Cada músculo en su cuerpo gritaba por soltarse, pero no se movió. No pestañeó siquiera.
Micah no dijo una palabra durante los primeros dos minutos de trayecto. Se limitó a conducir. Como si estuviera solo.
Hasta que frenó.
El chirrido de las llantas rompió la tensión, pero no fue lo peor. Lo peor vino después. Micah giró el rostro con esa calma que precede a una tormenta y sacó el arma de su chaqueta sin una gota de prisa. Sin espectáculo.
La colocó contra el rostro de Emma. A quemarropa.
—¿Sabes qué es lo más patético de todo esto? —preguntó, como quien comenta el clima.
Emma lo miró. No se encogió. No suplicó. Solo lo miró como Francesca lo haría: con desprecio y aburrimiento.
Micah sonrió de lado. Un gesto breve, seco.
—No eres tan buena actriz como crees.
El pulso de Emma no se aceleró, pero los ojos t