El salón de reuniones olía a café fuerte, cuero viejo y pólvora contenida. La mesa ovalada en el centro era nueva, pero ya tenía cicatrices: un par de muescas en la madera, una quemadura en la esquina derecha y una grieta que parecía una advertencia. Como todo en ese mundo, nada era enteramente nuevo. Solo reciclado, reconstruido, renombrado.
Ellis se sentó en la cabecera sin pedir permiso. A su derecha, Alessandro. A su izquierda, Ian.
Eran fuego y gasolina. Y ella, el encendedor.
El Italiano no dejaba de mover la pierna bajo la mesa. Una señal de que algo no le cerraba. Ian, en cambio, tenía los brazos cruzados y la mandíbula apretada. Como si sospechara que iba a escuchar algo que no le iba a gustar.
No estaban equivocados.
—Gracias por venir —dijo Ellis, sin preámbulos. Su tono era seco, marcial—. No voy a fingir que esto es una reunión cordial. Si están aquí, es porque los necesito. Y si los necesito, es porque estamos en guerra.
Ambos hombres asintieron, aunque sin disimular su