—¿Qué diablos estás diciendo?
El Italiano no comprendía. ¿Cómo que no lo llamara hermano? ¿Qué mierda significaba eso?
Se acercó a la silla de Micael, apoyó ambas manos en los reposabrazos y lanzó la pregunta que este había estado evadiendo desde el principio. Micael giró el rostro, intentando evitarla, pero fue inútil: Alessandro le sujetó la mandíbula con fuerza y lo obligó a mirarlo.
—¿De dónde sacaste que no somos hermanos? —las palabras salieron apretadas entre dientes, la furia contenida a duras penas.
Micael lo miró con el mismo odio de siempre.
—Padre. Él me lo dijo en su lecho de muerte.
Alessandro bufó con fuerza.
No.
Era imposible.
Su padre jamás le habría dicho semejante disparate. No en su sano juicio.
—Eso está mal —espetó, casi con desprecio—. Tiene que ser un jodido error. Padre estaba muy enfermo, sedado hasta el cuello. El medicamento le hacía decir alucinaciones. ¿Por qué diablos pensaste que debías hacerle caso a un moribundo?
La palabra retumbó entre ellos: moribu