Alessandro Bianchi detestaba los días largos. Detestaba aún más los que le dejaban tiempo para pensar.
El reloj marcaba las tres de la madrugada cuando firmó el último de los documentos apilados en su escritorio. El silencio de la casa era absoluto, interrumpido apenas por el tictac del viejo reloj de péndulo que colgaba en la pared desde que su padre respiraba poder.
Afuera, las luces del lugar eran apenas sombras. Años atrás, habría estado bebiendo en un club, discutiendo con políticos corruptos o cerrando negocios que harían temblar a medio continente. Pero ahora…
Ahora estaba escondiendo a una mujer que no confiaba en nadie, ni siquiera en él, y buscando a un hermano que había decidido arrastrar su apellido por el barro.
Micah.
Cerró los ojos un momento, frotándose el puente de la nariz. No entendía en qué momento las cosas se le habían salido de las manos. Su hermano menor siempre había sido impulsivo, sí, pero no estúpido. Y sin embargo, ahí estaban: con Micah desaparecido, huye