A pesar de mis modestos objetivos, me llevó más de una hora. Mael me dejó hacer con paciencia, sin molestarse por mi lentitud. Antes bien, disfrutaba a ojos vistas los cuidados que le dispensaba con amor, poniendo mi corazón en cada cosa que hacía.
—Suficiente por hoy —dije besándole el hocico—. Podría plantar una huerta con la tierra que tenías en las orejas.
—Vaya que eres graciosa —respondió, estirándose perezosamente.
Había colgado un caldero sobre cada brasero, y nos habíamos tardado tanto que el agua se evaporaba burbujeante. Los vacié en la tina y me dirigí a la cocina por más. Dos cubetas me bastaron para llenarla y entibiar el agua que hirviera. A dos pasos, Mael seguía tendido en la esterilla y parecía haberse adormecido en el aire caldeado que olía a su loción de baño.
—Ven, mi señor. Cambia y métete a la tina para terminar de bañarte —le dije con suavidad.
Alzó la cabeza para enfrentarme y advertí su vacilación. Comprendí que yo era el