Su cuerpo sudoroso era un peso cálido, fragante, que me cubrió mientras buscaba mis labios tan agitado como yo, sus piernas entre las mías, su erección rozando mi vientre hasta que me revolví bajo él, quejándome con voz exánime.
Me penetró con cuidado y lentitud, como si hubiéramos regresado a nuestra noche de bodas y fuera la primera vez que hacíamos el amor. Me estremecí de pies a cabeza, traspasada de placer y plenitud, la garganta cerrada de emoción, mis ojos llenos de lágrimas en la intensidad de lo que sentía.
Porque este momento significaba mucho más que aquella primera vez. Era un reencuentro no sólo de nuestros cuerpos, sino de nuestros corazones, nuestros espíritus, reunidos al fin más allá del horror al que intentaran confinarnos.
Pero estábamos vivos y estábamos juntos. Volvíamos a ser dueños indiscutidos de nuestras propias vidas, y nada ni nadie podía interponerse entre nosotros jamás.
De alguna forma me las compuse para abrir los ojos, y en