Mael seguía gruñendo y rezongando como hiciera durante las tres últimas horas, desde que me viera trepar por la colina hacia él, el atado de ropa balanceándose bajo mi hocico. Había intentado convencerme de que regresara a nuestro lado del valle con argumentos razonables. Cuando vio que eso no funcionaba, insistió sin ocultar su impaciencia y su exasperación. Cuando vio que eso tampoco funcionaba, se mostró abiertamente enfadado conmigo por primera vez desde que nos conociéramos.
Yo había dejado el atado de ropa entre las rocas frente a mí y me había sentado jadeando suavemente, porque aún en cuatro patas era una subida cansadora. Lo dejé sonreír, lo dejé resoplar, lo dejé ponerse brusco. Hasta que alzó un poco la voz, algo que no había hecho jamás. Entonces recogí mi atado de ropa y crucé el filo para descender hacia