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Mael nos guió a lo que creía era el sector menos empinado para escalar la colina occidental, lo cual no impidió que alcanzáramos el filo sudados y sin aliento. Al otro lado, la ladera era notoriamente más suave, cubierta de hierba, con árboles desperdigados aquí y allá y una franja boscosa al pie. Y más allá se encontraba la aldea desde donde llegaran los cazadores, poco más que un caserío de viviendas precarias, rodeado por tierras de cultivo y de pastoreo.

Descendimos en diagonal hacia el norte, en dirección adonde Declan nos aguardaba a la vera de un arroyuelo, los caballos pastando y abrevando a gusto, tranquilos y descansados.

—No hay ningún paso —nos explicó cuando nos reunimos con él—. No tuve más alternativa que ir hasta el extremo de la colina, rodearla y retroceder por este lado.

—Será un incordio, pero m

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