Mi corazón dio un vuelco cuando entramos en los aposentos de la reina esa mañana, después de dejar a los niños en la guardería. Las damas, junto con un grupito de muchachos, quitaban los muebles de la sala principal.
Lenora los dejó trabajando para venir a recibirnos y conducirnos a la alcoba de la reina, que permanecía en cama. Nos saludó con una gran sonrisa, aunque su debilidad era de pronto más evidente que nunca antes.
Mael se sentó al borde de su alta cama, y yo acerqué una otomana para sentarme con ellos. La reina tendió una mano tan frágil y pálida para acariciarme la cabeza al tiempo que asentía levemente.
—¿Qué ocurre, madre? —inquirió Mael, su voz velada por la preocupación.
Ella le tendió su otra mano al volverse hacia él sin dejar de sonreír.
—Se acerca el momento, h