—Si tu propio esposo te acusó de traición, es porque seguramente lo eres. Astrid se incorporó con rapidez, frotándose el cuello, y lanzó una mirada feroz. —¡No te atrevas a dudar de mi honor! —rugió—. He sido muchas cosas, pero jamás una traidora. Mi único pecado fue amar a un hombre que nunca me quiso. Astrid, la ex reina del Reino del Viento, fue traicionada por Magnus, su esposo y Alfa. Él la envenenó, maldiciéndola con la infertilidad, y la desterró. Humillada y rota, Astrid vaga sin rumbo, creyendo que su vida ha terminado. Pero el destino tiene otros planes. Ronan, un Alfa temido y rival de Magnus, aparece en su camino. —No eres lo que dicen de ti. Eres más fuerte de lo que crees. Ronan ve en Astrid no solo una guerrera, sino una MADRE PARA SUS CACHORROS
Leer más“No hay embarazo. Fue solo una falsa señal.”
Sus palabras todavía resonaban en mi cabeza como un eco cruel.
Había sido una mentira. Mi esperanza, mi fe ciega en que por fin estaba embarazada, que al fin cumpliría mi propósito como Luna del Reino del Viento… todo se había desmoronado en cuestión de segundos.
Caminé sin rumbo fijo, mis pasos guiándome de regreso al castillo, pero mi mente perdida en el vacío. En el camino, pasé junto a un grupo de niños betas, ojos color verde; jugando con una pelota de cuero.
Los lobos eran clasificados según el color de sus ojos, una jerarquía impuesta por la misma naturaleza. Los alfas, de ojos celestes, nacían para liderar. Los betas, con ojos verdes, eran su base, su ejército, su fortaleza. Y los omegas… los más frágiles de la manada, los más dependientes, los que vivían en los márgenes, de ojos amarillos.
Y yo, Astrid, nacida con los ojos más azules que el cielo, la Luna me había elegido para estar al lado de Magnus.
Había aceptado mi destino sin dudar, sin cuestionar. Me había enamorado de mi esposo, a pesar de que él nunca pareció realmente satisfecho con nuestra unión.
Pero había creído que con el tiempo cambiaría. Que si me esforzaba lo suficiente, si me volvía la mejor esposa, la Luna no se habría equivocado al juntarnos.
Respiré hondo, obligándome a mantenerme firme. Aun sin un hijo, aun con la tristeza devorándome por dentro, seguía siendo la Luna de este reino. Debía mantenerme en pie.
Cuando llegué al castillo, la primera persona a quien busqué fue a Magnus. Quería verlo, decirle que todavía había esperanza, que lo intentaríamos de nuevo. Quería que me abrazara, que me asegurara que todo estaría bien.
Pero entonces lo vi.
Me detuve en seco frente a la puerta del despacho de Magnus. Estaba entreabierta, lo suficiente para que mis ojos lo captaran con claridad. Mi esposo, mi alfa, el hombre al que había entregado mi vida… tenía los labios sobre los de otra mujer.
Sigrid.
Mi prima.
El aire me abandonó los pulmones. Me llevé una mano a la boca, conteniendo el grito de traición que amenazaba con escapar. En ella hubo una sombra de envidia. Una alfa, la única soltera que quedaba en el reino.
—Ella nunca sospecha nada —escuché la voz de Sigrid, su tono burlón mientras se apartaba apenas de Magnus.
—No tiene por qué hacerlo —respondió él con frialdad—. Su deber es ser mi esposa, nada más.
—¿Y qué pasará cuando descubra que nunca podrá darte hijos?
—No lo hará. Hemos sido cuidadosos con el veneno. Una dosis baja, lo suficiente para que su cuerpo no los retenga.
Mi estómago se revolvió.
No era yo.
Nunca había sido yo.
Mis manos comenzaron a temblar. Todo este tiempo… todas esas noches de llanto en silencio, de sentirme insuficiente, de preguntarme qué estaba mal en mí… Y todo había sido por ellos.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo, pero no fue de tristeza. Fue de ira.
Me alejé sin hacer ruido, sin atreverme a respirar hasta que estuve fuera del castillo.
El jardín me recibió con su brisa helada, pero ni siquiera el viento del Reino podía calmar el torbellino que se desataba dentro de mí.
—Astrid.
La voz de Elliot me sacó de mi trance.
Me giré y lo vi, su expresión preocupada, sus ojos amarillos analizándome con detenimiento. Elliot había sido mi mejor amigo desde la infancia, a pesar de ser un omega. Siempre estuvo a mi lado cuando Magnus no lo hacía, cuando mis propios pensamientos se volvían un peso insoportable.
Pero antes de que pudiera abrir la boca, antes de que pudiera confiarle la pesadilla en la que se había convertido mi matrimonio, dos guardias aparecieron detrás de él.
—¡Elliot!
El omega apenas tuvo tiempo de mirarme antes de que lo tomaran por los brazos, inmovilizándolo.
—¡¿Qué están haciendo?! —grité, mi voz impregnada de furia.
—Orden de Magnus, mi señora —respondió uno de los guardias—. Este omega ha sido acusado de traición.
—¡Eso es una mentira! ¡Déjenlo ir!
Elliot forcejeó, pero no tuvo oportunidad contra los betas. Sus ojos se clavaron en los míos, rogando, implorando ayuda.
—Astrid…
Di un paso adelante, pero uno de los guardias me miró con dureza.
—No podemos desobedecer al Alfa.
Y entonces, lo arrastraron.
Alguien debía darme una explicación y sabia quien iba a darmela.
Empujé las puertas del gran salón con furia y me encontré con una escena que me hizo sentir un nudo helado en el estómago.
Magnus estaba de pie en el centro, con su postura imponente, rodeado por varios de los líderes de la manada. A su derecha se encontraba el jefe de guerra, un hombre con cicatrices marcadas en la piel y una mirada de acero. Y a su izquierda, mi tía, con su usual expresión de falsa tristeza pintada en el rostro.
—¿Qué demonios está pasando? —exigí, sin molestarse en suavizar mi tono. —¿Por qué han arrestado a Elliot?
Magnus elevó la mirada hacia mí y, por un instante, creí ver un destello de frialdad en sus ojos celestes. Me sostuvo la mirada con una expresión calculadora, como si hubiera estado esperando este momento. Finalmente, soltó un suspiro teatral antes de hablar.
—Estoy decepcionado de ti, Astrid —dijo con una calma que me heló la sangre. —Siempre dudé de tu lealtad, pero elegí confiar en el designio de la luna cuando fuiste seleccionada como mi compañera. Y ahora, finalmente, tengo razones de sobra para rechazar ese vínculo.
—¿De qué hablas? —susurré, pero mi voz se quebró.
—Tu querido amigo Elliot —continuó Magnus, dando un paso hacia mí con una mirada de desdén— ha sido descubierto como un espía de la manada del fuego. Y tú, Astrid, lo has protegido. Lo has ayudado a infiltrarse en nuestra manada. ¡Nos has traicionado!
Un murmullo recorrió la sala. Los rostros de los presentes se contorsionaban entre sorpresa y desprecio. Yo sacudí la cabeza, incrédula.
—¡Eso no es cierto! Yo no… yo nunca haría algo así.
—Yo te amo —dije, con la voz rota. —Durante estos doce meses, me he esforzado por ser la mujer perfecta para ti. Me he entregado a ti.
—¡Basta! —bramó Magnus, su rostro retorciéndose en furia. —Eres tan vil como ese omega. No solo me has traicionado, sino que también has conspirado contra mi vida.
El aire en mis pulmones se evaporó. Me tambaleé. No podía creer lo que estaba escuchando. Él y Sigrid me envenenaban y yo era ahora acusada de traición.
—No… no, eso no es cierto…
Unas carcajadas suaves hicieron que girara la cabeza. Mi tía descendía por las escaleras con una expresión de fingida tristeza.
—Es tan lamentable… —musitó, sacudiendo la cabeza. —Nunca imaginé que llegarías tan bajo, Astrid. Me has decepcionado profundamente.
—¡Cierra la boca! —le escupí, sintiendo un odio visceral crecer dentro de mí. —No me hables de decepciones cuando tú eres la mayor de las serpientes aquí. Deberías estar celebrando esto, ¡maldita bruja!
Mi tía puso una expresión ofendida, pero no le creí ni por un segundo. Esta era su victoria.
Fue entonces cuando Magnus dio el golpe final.
—Astrid, en nombre de la luna y los ancestros, te rechazo como mi compañera.
El dolor fue inmediato. Sentí como si algo dentro de mí se rasgara, como si mis huesos se quebraran uno a uno. Caí de rodillas, ahogando un grito de agonía. Un rechazo de compañero era una sentencia cruel, una maldición que consumía el alma. Pero Magnus no había terminado.
Arrancó de mi cuello el collar que representaba nuestra unión, el que todo Alfa le entrega a su compañera, ese pequeño objeto significaba tanto, no solo para mi, sino para cualquiera a la mandada. Respeto, protección, respaldo.
Pero al quitarlo perdía todo eso.
—Y como castigo por tu traición —su voz era cruel—, la luna te condena a la infertilidad. Nunca podrás concebir, nunca podrás dar a luz a un heredero. Tu vientre estará vacío para siempre.
Un jadeo ahogado escapó de mis labios. No podía hacerme eso. Cuando mi único deseo era tener un hijo, convertirme en madre y él me lo arrancaba sin remordimiento.
La multitud empezó a murmurar, y pronto el murmullo se transformó en insultos.
—¡Traidora!
—¡Infértil!
—¡Lárgate de aquí!
Alguien me lanzó algo. Sentí el impacto en mi brazo, pero ya no me importaba. Desde lo alto de la escalera, una figura observaba la escena con una sonrisa triunfal. Sigrid. La maldita zorra que se había quedado con todo lo que era mío.
Un fuego ardiente llenó mi pecho. No podía llorar, no podía caer de rodillas ante ellos. Me levanté, con el cuerpo tembloroso, con la furia ardiendo en mis venas.
Miré a Magnus, a mi prima, a mi tía.
—¡Me vengaré! —grité con voz temblorosa. —¡Cada uno de ustedes pagará por esto!
Di media vuelta y salí de la sala, sin mirar atrás. Mi corazón estaba hecho pedazos, pero la rabia me mantenía en pie. Si Magnus y Sigrid creían que había terminado, estaban muy equivocados.
Esto solo era el comienzo.
EUNICE —Debes ir a verlo —insistió Catrina, cruzada de brazos frente a la chimenea encendida.—No puedo dejar a las niñas solas —respondí, sin moverme de la alfombra donde dormían mis hijas. Eran todo lo que tenía… y todo lo que podía perder si me equivocaba.Catrina suspiró y se acercó. Se agachó frente a mí con una pequeña botella de cristal azul entre las manos.—Tus hijas van a estar bien. Te lo prometo. Solo tienes que ir a verlo. Él está allá afuera, esperándote… como lo ha hecho durante años, sin siquiera saber por qué.Tomé la botella con recelo. El líquido dentro parecía moverse con vida propia, como si conociera el peso que traía.—¿Qué es esto?—Una mezcla que lo hará recordar —dijo con firmeza—. Todo. A ti. Su historia. Su dolor… y también su verdad.—¿Y para qué, Catrina? —le pregunté, mirándola a los ojos—. ¿Para que recuerde que lo arrojé a un destino incierto?—Para que lo entienda —respondió con voz más suave—. Lo mínimo que puedes hacer, Eunice, es mostrarle quién e
ASTRID El cielo estaba cubierto por una neblina suave cuando abrí los ojos. Por un instante, juré que veía a Ronan frente a mí. Su silueta, alta, fuerte, como siempre. Pero al parpadear con fuerza, el rostro cambió: era un chico joven, de cabello revuelto y mirada noble. Me observaba con atención.—¿Estás bien? —preguntó con voz suave.Me incorporé lentamente. Sentía un cosquilleo en las extremidades y una presión molesta en la frente. Todo parecía revuelto en mi mente. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía aquí?—Estoy… un poco confundida —respondí, llevando una mano a mi sien—. Aturdida.El chico me sonrió, tranquilo.—Puedo prepararte un té. Te hará bien. Mi madre siempre dice que ayuda a recordar.No entendía por qué, pero le creí. Había algo en él que me hacía confiar, como si no representara ningún peligro. Asentí.—Gracias.Me ayudó a caminar hasta un rincón del bosque donde tenía un termo y una pequeña taza. Sirvió el té, tibio, con aroma a hierbas dulces y mentoladas. Lo bebí con precau
ASTRIDLos nudos de cuerda estaban bien sujetos alrededor de mi cintura. Ronan se acercó y revisó mi amarre por tercera vez. No era por desconfianza… era su forma de decirme que tenía miedo. Y yo también lo tenía.Freya me abrazó con fuerza. Noté cómo sus manos temblaban.—Van a volver, ¿verdad? —preguntó con la voz de aquella niña que creí que ya no existía.—Claro que sí —le dije mientras le alisaba el cabello, como cuando era pequeña—. Soy tu madre, ¿recuerdas? Siempre vuelvo.Ella intentó sonreír, pero no pudo. Caleb, detrás de ella, asintió con la mirada. Su rostro reflejaba la misma angustia que yo sentía por dentro.Ronan besó la frente de nuestra hija y luego la mía. Leif miraba hacia los túneles, con los músculos tensos. A su lado, Emir sostenía la cuerda con ambas manos. Nadie hablaba. Nadie respiraba con normalidad.Era el momento.Ronan se puso al frente. Yo lo seguí, con Leif detrás y Emir cerrando la fila. Sujetamos nuestras cuerdas. Cada uno tenía la suya, extendida has
EUNICELucian me miraba.No con esos ojos que antes me desarmaban… sino con la mirada distante de un extraño. Aun así, cuando pronunció mi nombre, lo hizo como si algo en su alma se despertara.—¿Eunice?Mi garganta se cerró. Di un paso hacia él, pero entonces una voz suave, melosa, cargada de aparente ternura, se escuchó desde el interior de la casa.—¿Quién es, amor?Marie.Ella apareció detrás de él con una sonrisa encantadora, y sus ojos se clavaron en los míos como si intentara leerme entera. Lucian titubeó, su cuerpo se tensó.—No la conozco —dijo de pronto, con una firmeza que me atravesó como una lanza.Rony se adelantó.—Venimos por las niñas. Las gemelas que están aquí. Eunice es su madre.Marie arqueó una ceja. Su sonrisa no se rompió, pero su mirada se volvió más afilada. Abrió la puerta de par en par.—Pasen. Voy a llamarlas.Entré detrás de Rony, sin dejar de mirar a Lucian. ¿No me reconocía? ¿O solo lo decía para proteger algo? ¿A Marie…? ¿A sí mismo?Marie se alejó por
LUCIAN Me quedé de pie junto a la gran ventana del salón, con una taza de café en las manos, observando cómo las dos niñas jugaban entre arbustos y flores, correteando sin preocupación alguna.Anna y Hanna.Las gemelas que Marie trajo a casa ayer.Y aunque debería sentirme incómodo con su presencia, no podía dejar de mirarlas.Había algo en ellas…Una energía familiar. Una vibración en el aire.Como si mi alma supiera algo que mi mente aún no recordaba.—¿En qué piensas? —preguntó Marie, apareciendo a mi lado.—En ellas —respondí, sin apartar la vista—. ¿Dónde dijiste que las encontraste?Marie se apoyó en el marco de la ventana, con una sonrisa en su rostro. —En el bosque —respondió con tranquilidad—. Salieron de pronto del lado de la carretera. Por poco las atropello. Estaban desorientadas, sucias, como si hubieran estado corriendo durante días. No sabía qué más hacer, así que las traje aquí.No dije nada por unos segundos.—¿Y no dijeron nada? ¿Sobre sus padres?Marie se encogió d
EUNICE El auto se deslizaba por las calles humanas como si el tiempo mismo me estuviera jugando una broma cruel. Rony conducía en silencio, atento, mientras Catrina y yo íbamos en el asiento trasero. Mis manos no dejaban de apretarse sobre mis rodillas. La cabeza me latía al ritmo de la ansiedad que me consumía desde dentro.Sentía morirme en cada latido, quería tener a mis niñas de nuevo y abrazarlas. —¿Es este el lugar? —murmuré cuando el vehículo se detuvo frente a un gran edificio de piedra blanca.Tenía un jardín perfectamente cuidado, rejas negras altas y una gran puerta de madera tallada. Sobre la entrada se leía un cartel: “Hogar Esperanza. Centro de acogida para niños sin padres.”—Sí —respondió Catrina, saliendo del auto—. Aquí traen a los niños que no tienen familia. Mientras les encuentran una nueva.Sentí cómo un escalofrío me recorría la columna. Ese lugar, por más bello que lo hicieran parecer, no era un hogar. No para mis hijas.—Mis hijas no necesitan una familia nu
Último capítulo