La tierra temblaba bajo el peso de las garras, los aullidos se alzaban como lamentos de guerra.
El aire estaba saturado del olor a sangre y a la furia desatada. Mía, transformada en su majestuosa forma de loba blanca, luchaba con fiereza junto a los miembros de la manada Tormenta.
Sus patas se movían con agilidad, su pelaje blanco como la luna destacaba entre la oscuridad del bosque y el humo de las casas incendiadas. Los gritos de los cachorros escondidos tras los arbustos desgarraban el alma.
De repente, un lobo ajeno, uno de los quince enviados por Owen, se detuvo en seco al verla. Sus ojos, teñidos de rojo por la furia, se clavaron en la figura de la loba blanca. Era como si algo dentro de él hubiera despertado. No era reverencia, era locura.
Con un rugido ensordecedor, se abalanzó sobre ella, sus garras extendidas, los colmillos descubiertos. Mía giró justo a tiempo para verlo venir, pero no lo suficiente para evitar por completo el impacto.
El lobo la embistió de frente, hundi