El sol de la tarde parecía contener la respiración cuando los dos guerreros atravesaron las puertas y se adentraron en los terrenos de la manada. A lo lejos se escuchaban gruñidos, pisadas y el jadeo de varios lobos que mantenían algo o a alguien acorralado. El aire estaba impregnado de tensión, con ese olor a hierro y furia que solo aparecía cuando la sangre estaba a punto de derramarse.
Jacop, con el ceño fruncido y los ojos brillando en ámbar, alcanzó a escuchar el crujir de ramas y el resuello de un cuerpo grande forcejeando. Logan, en cambio, no necesitaba mirar: su instinto alfa le guiaba con precisión letal hacia donde se encontraba su presa.
Cuando irrumpieron en el claro, la escena se desplegó con crudeza. Una docena de lobos de la manada formaban un círculo cerrado, los colmillos al descubierto, las garras listas para atacar. En el centro, como bestia enjaulada, estaba Titán, el enorme guardián de Teresa, con el lomo erizado y un gruñido gutural que hacía vibrar el suelo.