Los gritos de Zoe resonaron en la oscuridad, pero esta vez no había nadie que respondiera a su llamado.
Logan empujó lentamente la puerta de su habitación, el corazón latiéndole con un ritmo desbocado, cargado de angustia y cansancio.
No esperaba ver nada más que el silencio, pero ahí estaba ella… Mía. Sentada sobre la cama, la mirada fija en el suelo, los dedos entrelazados como si se aferrara a la única cosa que la mantenía en pie.
El aire se le quedó atrapado en los pulmones. Dio un paso, y después otro, hasta que sus rodillas tocaron el borde de la cama. Se arrodilló frente a ella, con los ojos humedecidos, y tomó suavemente sus manos.
—Lo siento, bonita… —su voz era un murmullo roto, cargado de un dolor sincero—. Perdóname por la escena que encontraste.
Mía levantó lentamente la mano y acarició su rostro con ternura, como si quisiera borrar de él la culpa y el sufrimiento.
—No tienes que disculparte —susurró, con un dejo de firmeza—. Porque yo sé perfectamente la clase de zorra