Victoria corría con Luca y Mía, sus pasos resonaban contra el suelo de piedra mientras el rugido de la batalla quedaba atrás, mezclado con los gruñidos y los chasquidos de dientes que partían carne.
—¡Más rápido, Luca! —exclamó, jalándolo hacia la puerta trasera.
El aire nocturno los envolvió como un golpe frío. El olor a pino y tierra húmeda se mezclaba con un hedor metálico: sangre. Detrás de ellos, los aullidos crecían. Los traidores ya habían olfateado su rastro.
Victoria abrió la puerta de un vehículo estacionado a un lado de la casa.
—¡Entra! —ordenó.
Luca se acomodó en el asiento trasero y tomó a Mía en brazos, abrazándola con fuerza. La niña sollozaba, con las mejillas enrojecidas y los ojos vidriosos.
—Tranquila, pequeña… —murmuró él, aunque por dentro estaba igual o más asustado.
El rugido del motor rompió el silencio. Victoria apretó el acelerador, y el vehículo se lanzó por el camino de tierra.
A través del espejo retrovisor, Luca vio figuras moviéndose a una velocidad imp