La habitación estaba en penumbra, iluminada apenas por la lámpara sobre la la mesa cercana. El aire estaba impregnado con el aroma de hierbas medicinales, mezclado con el hierro denso de la sangre que aún manchaba la piel de Luca.
Mía estaba sentada junto a él, en la orilla de la cama. Sus dedos temblaban mientras sostenía las manos ásperas y frías del hombre que había arriesgado todo por protegerla.
Luca yacía inconsciente, el sudor perlaba su frente y su respiración era irregular, como si cada inhalación fuera una batalla contra la muerte.
Ella apenas podía mantenerse erguida. El agotamiento de canalizar su energía para sanarlo había dejado su cuerpo frágil, las manos entumecidas y la vista ligeramente borrosa. Pero no se apartaba. No podía.
—Vamos, Luca… —susurró, acariciando sus nudillos con suavidad—. No me hagas esto…
El silencio era roto por un leve gemido. Luca movió su cabeza de un lado a otro, como si algo dentro de él intentara escapar, como si estuviera atrapado en una p