Jack se reclinó en la pesada silla de piedra, cruzando una pierna sobre la otra con un aire de triunfo y paciencia.
Su mirada se clavaba en el centro de la cueva, donde Mía, encadenada a un círculo tallado en la roca, se retorcía. La anciana había encendido velas negras, cuyos resplandores danzaban proyectando sombras alargadas en las paredes húmedas. Un humo espeso, de hierbas y sangre seca, flotaba en el aire, haciendo difícil respirar.
El murmullo de la anciana llenaba el espacio, un idioma antiguo, áspero y gutural que parecía abrir grietas en el mundo espiritual. El cuerpo de Mía temblaba, su piel sudorosa y sus labios entreabiertos lanzaban gritos que se mezclaban con el eco cavernoso.
Dentro de ella, su loba, la blanca y majestuosa, también luchaba, aullando desgarradoramente, debilitándose poco a poco bajo el peso de la magia oscura.
Jack la observaba como un espectador en un espectáculo macabro. Su sonrisa torcida revelaba la satisfacción de ver cómo la pureza de Mía era ma