Mientras tanto, en los más profundo de las montañas en medio de la nada, La anciana observó en silencio la silueta indefensa de Mía. El frío de la cueva se filtraba hasta los huesos, y el eco del agua goteando contra las rocas era el único sonido que acompañaba el latido acelerado de la joven.
El cuerpo de Mía estaba amarrado con correas gruesas de cuero a una camilla metálica oxidada, como si fuera una presa atrapada esperando su sacrificio. Sus muñecas y tobillos ya tenían marcas rojas, huellas de los intentos desesperados por liberarse.
La vieja sonrió con la serenidad de quien lleva demasiados años planeando en las sombras. Tomó una jeringa entre sus manos huesudas y caminó lentamente hasta ella.
El sonido de sus pasos retumbaba en la caverna, cada eco era como una sentencia. Con un gesto pausado, clavó la aguja en la vena del brazo de Mía. El líquido helado comenzó a recorrer su sangre, haciéndola estremecer y arquearse apenas.
—Eres una niña muy linda… —murmuró la anciana mien