Mientras tanto, en el apartamento en la ciudad mantenía la mirada fija en Mateo, desafiante, como si con la fuerza de sus ojos pudiera romper las cadenas invisibles que él pretendía imponerle.
—No te voy a creer nada —dijo con un tono helado, pero firme, casi cortante—. Todo lo que dijiste de mis padres es mentira. Ellos son personas correctas, honorables, que aman a la manada, que dan todo por el prójimo, que han entregado su vida a protegernos. ¿Cómo te atreves siquiera a ensuciarlos con tus palabras?
Mateo, de pie frente a ella, la observaba con la calma peligrosa de un depredador que sabe esperar. La penumbra de la última habitación del edificio apenas permitía ver sus facciones, pero la intensidad de sus ojos lo delataba. Caminó lentamente hacia ella, sus botas resonando en el piso como golpes de tambor que anunciaban guerra.
—Isabella… —murmuró con voz grave mientras alargaba la mano y la tomaba de la cintura, acercándola contra su cuerpo—. Si no quieres creer lo que hicieron lo