Isabella bajaba las escaleras como si la vida se le fuera en ello. El edificio era alto, demasiado alto, y cada peldaño le parecía una condena interminable. El corazón le golpeaba con una fuerza brutal dentro del pecho, como si en cualquier instante fuera a salírsele por la boca.
Su respiración estaba entrecortada, cada inhalación era un grito silencioso de desesperación. Piso tras piso, las luces de emergencia se encendían y apagaban a su alrededor, bañando las paredes con un tono rojizo que hacía aún más aterradora la huida.
—¡Isabella, detente! —la voz de Mateo resonó detrás de ella, áspera, sofocada, cargada de rabia y dolor.
Pero Isabella no escuchaba. No quería escucharlo. Las lágrimas nublaban su visión, mezclándose con el sudor que corría por su frente. Sus manos temblaban mientras se aferraba al pasamanos frío, lanzándose escalera abajo con un frenesí que desafiaba a la razón.
Detrás, el sonido de pasos pesados la perseguía. Mateo, con la cabeza ensangrentada, bajaba tambié