Las luces del bosque se desdibujaban entre sombras mientras el auto avanzaba con firmeza, como si la oscuridad misma los tragara. Dentro, Mía apretaba los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos, el corazón golpeándole con fuerza contra las costillas.
—¿A dónde diablos me llevas? —espetó al fin, la voz cargada de furia y desesperación—. ¡Dime dónde está Isabella! ¡Dónde está mi hija!
Owen, al volante, no apartó la mirada del camino. Sus labios se curvaron en una sonrisa cruel, una de esas que helaban la sangre de cualquiera.
—No comas ansias, hermosa—contestó con voz suave, venenosa, como si disfrutara cada segundo de su tormento—. Muy pronto verás a tu hija.
Las palabras, lejos de tranquilizarla, encendieron la desesperación en el pecho de Mía. Se inclinó hacia él, los ojos encendidos por la rabia.
—¡Bastardo! —escupió—. Si le has hecho algo, te juro que…
—Shhh… —la interrumpió él con un gesto de su mano, como si calmara a un niño caprichoso—. Tu furia solo te hace más he