La noche había caído como una sombra silenciosa sobre el bosque. Las estrellas eran pocas, opacadas por las nubes que anunciaban tormenta. Los árboles se mecían suavemente por el viento helado que soplaba desde el norte, como si la misma naturaleza presintiera lo que estaba por suceder.

Desde la ladera sur, un grupo de lobos malheridos cruzó a paso tambaleante el límite del territorio de la manada Colmillo.

Eran once. Sangre fresca chorreaba desde sus patas, hocicos y flancos. Algunos arrastraban garras rotas, otros tenían marcas profundas de mordidas. El último cayó de rodillas al llegar al claro, exhausto.

Owen los esperaba.

De pie, con los brazos cruzados y una sonrisa cruel curvándole los labios, observó a su grupo de guerreros. Su cabello oscuro estaba atado en la nuca, y sus ojos grises brillaban con expectativa.

—Espero que hayan traído buenas noticias —dijo, con la voz serena, casi burlona.

El primero en dar un paso adelante fue Ryker, uno de los más grandes, aunque tenía una