Logan caminaba con Mía en brazos. Su cuerpo parecía inerte, cubierto de sangre seca, barro y marcas profundas en su costado. Sus cabellos rubios estaban enmarañados, salpicados por tierra y gotas de sudor frío. Su piel, pálida como la luna, contrastaba con la oscuridad de la noche que envolvía la manada.
—¡Doctor! —gritó Logan al entrar a la enfermería.
El doctor Adrik, un lobo mayor de mirada sabia y manos firmes, se levantó de inmediato al ver la urgencia reflejada en el rostro del alfa. Corrió hacia él, empujando con brusquedad la camilla más cercana.
—¿Qué pasó? ¿Qué demonios le sucedió a la hembra? —preguntó alarmado mientras lo ayudaba a colocarla con cuidado sobre la superficie metálica.
Logan tenía el ceño fruncido, los ojos llenos de una furia contenida que apenas lograba mantener bajo control.
—Se transformó —respondió con voz grave—. Quiso ayudar a la manada… y fue atacada.
Adrik se quedó quieto por un segundo, paralizado por la noticia.
—¿Se transformó? ¡Maldita sea, Log