Las constantes recomendaciones del rey y el medico aún zumbaban en mis oídos, cuando partí hacia las fronteras de Enerthand, donde se llevaría a cabo la firma de la tan inconcebible alianza.
Me había costado mucho separarme de mi precioso hijito y de su padre, pero sabía que actuaba en favor de ambos y en especial del pueblo de Áthaldar, que me saludaba fervorosamente a mi paso.
Había dejado a mis doncellas a cargo de los cuidados del príncipe y ahora me atendían dos guerreras de incomparable destreza, aunque no con los encantos notables de Leanne o Dinné. Ellas tenían la piel quemada por el sol, el cabello corto y oscuro, vestían con armaduras pesadas y actuaban siempre de modo defensivo; sin embargo, bastaba mirarlas de frente para comprender el carácter noble que las llevaba a ser tan protectoras.
Las guerreras se aseguraron de que las ventanas del carruaje quedaran reforzadas con mallas, impidiendo que cualquier flecha o piedra consiguiera atravesarlas, pero privándome de las vist