Los astiles de la tierra y el agua coincidían visiblemente y únicamente mi esposo se mantenía callado, pensativo.
—Creo que Dátlael solo nos está probando— declaró, finalmente el rey—. Quiere hacernos dudar y preocupar a su enemigo.
—No lo conseguirá, porque mi tío no se deja intimidar y sabe perfectamente que jamás lo atacaría ni permitiría a otros hacerlo.
Al hablar, miré directamente al pelirrojo, cuya rabia se le coloreaba el rostro intensamente y lo obligó a ponerse de pie, con intención de abandonar el salón.
— ¡Astil del fuego! —lo llamó mi esposo a toda voz—. Recuerde que sus enemigos están muy lejos y no en este salón.
Me tragué la carcajada que me sacudía el vientre y la expresión ceñuda del anciano de la casa del viento, me ayudó a recuperar la serenidad.
—Quiero que envíes de regreso esos regalos —me dijo el rey—. Es insultante que una luna de Áthaldar use las joyas de la reina de Enerthand.
—Pensaba desmontarlas y entregárselas a los más desafortunados del reino— le conte