¿Qué les pasaba a esos hombres? ¿A caso no eran guerreros y pensadores? ¿Por qué se molestaban en querer vestir a una mujer, cuando debían estar alardeando sobre su poder o cuidando de los asuntos reales? Seguramente a ellos les perturbaba también tener que seguir esas tradiciones a las que tanto se aferraban y que esta vez iban en su contra.
Dinné y Blehien apenas aguantaban la risa y casi tuvieron que abandonar la alcoba cuando le ofrecí mi pierna semidesnuda al astil del agua para que me colocara los zapatos. Sin dudas yo disfrutaba molestándolos y el sobrio señor de la tierra me ayudó en ello, al apartar la mirada para colocarme el vestido, el cual Dinné tuvo que desabotonar o de lo contrario me habrían herido el rostro con tal de deslizarlo de una vez para no tener que demorar más el momento.
Entonces le correspondió el turno al astil del fuego, que sostenía en sus manos el cinturón perlado y dos preciosas dagas enjoyadas.
—Aquí tiene, alteza —me dijo.
—Majestad —lo corregí con v