16

Había todo un pueblo lleno de colorido naciendo en el interior de los muros y el castillo se alzaba no muy cerca.  Hombres, mujeres, ancianos y niños acudieron a recibirme, con flores y cintas agitándose en sus manos.

El carruaje se detuvo y el astil del fuego se presentó, dispuesto a conducirme hasta mi palafrén.

—Ya es seguro, alteza —me dijo—. Puede cabalgar hasta el castillo.

Acepté velozmente y casi sin cuidados subí a la silla para preocuparme luego por ordenarme el vestido, de modo que no me hiciera caer al desmontar.  No sabía si era una treta de ese viejo, que de seguro esperaba que me rechazaran, o si en verdad consentía en exponerme. Traté de averiguarlo, pero las doncellas ocuparon sus puestos a mis laterales y no tuve más remedio que contestar a los saludos que la multitud me prodigaba. Se escucharon las voces de los heraldos y liberaron a otro grupo de palomas que despejaron el camino a seguir. Era un momento emocionante, largamente esperado y sobre todo porque faltaba muy poco para conocer al rey.

Procuré sonreír, agradarles a todos y me las arreglé para curiosear, sin apartarme del sendero marcado con pétalos y colgaduras. El escudo de los Édazon asomaba en banderines, estandartes y en cada balcón se situaban las señoras para gritar sus vivas.  Muchos nobles se sumaron a nuestro cortejo y atravesamos las puertas del castillo para avanzar hasta el patio de armas donde aguardaban bailarinas y músicos. Busqué con la mirada a mi prometido y al no encontrarlo, me conformé con el brazo que el astil del fuego me ofrecía.

Estaba desorientada, confundida.  No conocía los siguientes pasos a dar y temía demostrar lo que desconcertada que me hallaba. Entramos a un salón donde los señores se apartaron, dejándome solamente rodeada por los astiles, las doncellas y algunos guardias. Sentí el impulso de preguntar por el rey, ya que según correspondía, él debía recibirme y darme la bienvenida como su prometida y por mi condición de princesa legítima del reino, mas guardé silencio y me dejé guiar.

—Ahora podrá descansar —me avisó el astil del fuego en un murmullo—. Las doncellas la guiarán hasta sus aposentos y volveremos a reunirnos cuando llegue el momento oportuno.

Me negué soltar su brazo y lo interrogué con la mirada. Nada allí estaba ocurriendo como esperaba y las actitudes de quienes me cercaban ayudaban más a mi incertidumbre.

—Alteza, sus doncellas la atenderán y estoy seguro de que podrán responder a sus preguntas —me dijo antes de soltarme.

Junto al astil de la tierra, me reverenció y acepté esa despedida que no tenía el más mínimo sentido.  Entonces le correspondió el turno a la pelirroja que me hizo gestos para que la siguiera. Me parecía ofensivo que no se dignaran a explicarme y hasta creí que era otra artimaña para hacerme pasar por una tonta ignorante.

 —La boda se celebrará dentro de dos días —me susurró la prima del rey, en un tono dulce y condescendiente.

Asentí, pero no comprendía totalmente. ¿Qué quería decirme con eso? ¿A caso no vería al rey hasta entonces? Eso carecía de lógica y me enfadaba. Yo había corrido riesgos para llegar a ese castillo, por lo que no merecía ser ignorada y dado a la importancia de ese matrimonio, lo menos que podía hacer el rey era darme una cálida acogida.  Me sentí decepcionada, engañada y con una expresión adusta seguí a las doncellas que me condujeron por los corredores.

No reconocía esas estancias que atravesábamos rápidamente. Los colores, la altitud, el aire y la luz que se apoderaban de cada espacio, me despistaban.  No, ese lugar no era como recordaba y me creí en medio de un castillo desconocido, sin nada en común con aquel en el que nací.

A medida que avanzábamos me desentendía más de las ubicaciones y casi me detuve al llegar frente a una puerta enorme que daba a los jardines interiores, donde una fuente circular dejaba brotar su corriente. Evoqué cada uno de aquellos destellos que de vez en cuando me venían al pensamiento cuando hablaba de mi niñez, solo que ese jardín no se asemejaba al que visitaba todos los días cuando jugaba con Alizenna.

—Alteza —me llamó la pelirroja—. Por favor, permítame conducirla.

Me había petrificado frente a la puerta y ellas aguardaron pacientemente, prestando atención a mis reacciones y no porque les fuera obligatorio servirme, sino porque les intrigaba.

—Ha cambiado tanto — comenté tristemente—. Este ya no es mi castillo.

El silencio fue peor que los cumplidos habituales o a una afirmación. Esas doncellas no sabían lo que era partir de un hogar destrozado y regresar a la misma tierra, pero encontrar un lugar diferente.

—Alteza —insistió Leanne.

Bajé la cabeza para imitar sus pasos que no volvieron a detenerse hasta que llegamos a mis nuevos aposentos, pero inmediatamente extrañé el escudo labrado en la madera.

—Son los aposentos que le corresponden a la princesa de Áthaldar— explicó la rubia, señalando con la mano.

Los guardias que nos escoltaban retrocedieron y esperaron a que entráramos en la alcoba para detenerse junto a la puerta, que cerraron con un solo movimiento.

La sensación de miedo y desacierto me nubló la visión, casi dejándome en el llanto y caminé lentamente, procurando respirar. Me veía como una niñita perdida, desconsolada, abrumada por recuerdos que nadie más compartía.  Atravesé la antecámara, abriendo suavemente las hojas que me permitieron llegar al interior de la iluminada cámara donde dos umbrales a cada costado anunciaban el inicio de los cuartos de baño y los guardarropas. En el medio se distinguía el lecho, sobre el cual caían los cortinados dorados que emulaban el brillo del dosel. Las paredes estaban cubiertas con alfombras y colgaduras blancas, en las que resaltaban perfectamente bordados los emblemas de la familia, así como pasajes de sus personajes más ilustres.  Había un gran espejo situado a un costado y lámparas en cada esquina. La magnificencia de los ornamentos me confundía como ninguna otra cosa, ya que me acordaba de la sencillez de la alcoba que compartía con mi hermanita y esa distaba mucho de ser humilde.

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