Había todo un pueblo lleno de colorido naciendo en el interior de los muros y el castillo se alzaba no muy cerca. Hombres, mujeres, ancianos y niños acudieron a recibirme, con flores y cintas agitándose en sus manos.
El carruaje se detuvo y el astil del fuego se presentó, dispuesto a conducirme hasta mi palafrén.
—Ya es seguro, alteza —me dijo—. Puede cabalgar hasta el castillo.
Acepté velozmente y casi sin cuidados subí a la silla para preocuparme luego por ordenarme el vestido, de modo que no me hiciera caer al desmontar. No sabía si era una treta de ese viejo, que de seguro esperaba que me rechazaran, o si en verdad consentía en exponerme. Traté de averiguarlo, pero las doncellas ocuparon sus puestos a mis laterales y no tuve más remedio que contestar a los saludos que la multitud me prodigaba. Se escucharon las voces de los heraldos y liberaron a otro grupo de palomas que despejaron el camino a seguir. Era un momento emocionante, largamente esperado y sobre todo porque faltaba m